El amolador, un oficio de tradición

Un trabajo rodeado de mitos, que a pesar de la modernización de los procesos, no ha podido ser sustituido por máquinas

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Domingo 28 de diciembre. Estaba descansando plácidamente en casa, cuando escucho un sonido en la silenciosa calle que me hace viajar hasta mi niñez en Macuto. Como si me hubiesen inyectado, corro a buscar un billete o la cartera, lo que se me atraviese primero, para que me traiga suerte. Eso me enseñaron mis abuelos de pequeña, y cuando tenía cinco años, casualidad o no, me gané un Kino con otro Kino, que vino premiado con mil bolívares de los de antes, los que rendían.

Si aún no sabe por dónde van los tiros, probablemente es porque no conoce la historia, pero el sonido era el de la armónica de una pareja de amoladores. Y no sé si fue por los recuerdos que me trajo, por la sorpresa de encontrar amoladores en esa montaña donde vivo (en la que no llegan ni los heladeros y a duras penas la señal del celular) o por la nostalgia de que ese sea uno de los oficios que está desapareciendo, que corrí a buscar unos zapatos para bajar a entrevistarlos. Así fue que conocí a Darwin Aguilar y Luis Blanco, dos amoladores de 34 años, provenientes del barrio Flores de San Mateo, estado Aragua, zona reconocida a nivel nacional como la cuna de todos los amoladores de Venezuela.

Un oficio de generaciones
Mientras afilan los cuchillos de unos vecinos, que a su vez cuentan historias sobre los mitos en torno a la melodía del amolador, Darwin, el más conversador del dúo que trabaja desde hace siete años juntos, empieza a contar cómo se inició en el oficio hace unos diez años atrás. “Estaba buscando trabajo y no encontraba nada, y un señor que vivía por la casa me enseñó. Pero primero me daba pena porque no lo veía como algo serio. El señor me dijo que si yo tenía plata, y le dije que solo para el pasaje del día siguiente que tenía una entrevista, entonces me dijo que si quería ir a amolar, y le dije que si por no dejar, y resulta que en un día hicimos el equivalente a un sueldo mínimo, y preferí quedarme con él que seguir yendo a entrevistas donde me cerraban la puerta”, comenta.

Mientras que Luis se apura a decir que fue su compadre quien lo enseñó hace 17 años. “En aquel tiempo yo ganaba como cinco o siete bolívares, y veía llegar a mi compadre con un poco de real de amolar, y empecé a pedirle que me enseñara hasta que accedió, y desde allí me quedé. No es fácil aprende a amolar, no es solo poner el cuchillo y ya, hay que saber las técnicas para los cuchillos, las tijeras, los corta cutículas. A mí ni que me den 200 mil bolos vendo mi cajón, de mi máquina ha salido todo lo que tengo”, asegura, quien confiesa que en determinado momento hasta llegó a afilarle los cuchillos a Nicolás Maduro antes de que fuera Presidente, así como aseguran haber hecho amistad con distintos artistas a través de su trabajo.

Y cómo se podría pensar que es un trabajo sencillo, si cargan a cuestas las pesadas cajas, que fungen como instrumento de trabajo, caminando desde temprano en busca de los clientes. En este oficio la oficina es la calle, el escritorio el asfalto y la computadora el cajón de amolar, pero principalmente los conocimientos y la precisión para no dañar las piezas. Visitan peluquerías, restaurantes, zonas residenciales e incluso oficinas, siguiendo una investigación de zonas, para ubicar los lugares que les pueden dar más trabajo, y se guían por una planificación, por lo que no hay un solo día que no toquen la armónica que no les sea de provecho.

“Este trabajo es un ¡monta la olla que ya vengo!, como dicen por ahí. Mucha gente nos necesita, y a decir verdad, las veces que yo me he ido a mi casa sin medio en el bolsillo, es porque o está lloviendo o hay marchas políticas. La otra es que la gente lo ve a uno como un mal vestido, pero uno gana mejor que muchos de ellos, solo que nos toca trabajar en la calle y la ropa se ensucia más rápido, pero tenemos que tener buenos zapatos, ¿Tú sabes todo lo que caminamos en un día?. Yo compré mi casa gracias a mi trabajo, y logré pagarla en tres meses, hace ya 10 años de eso. Amoblé mi casa completa, y cuando me separé de la mamá de mis tres hijos, agarré una sábana y lo primero que monté ahí fue mi máquina, lo demás que había en la casa no importaba, porque todo lo había construido para mis hijos, pero mi máquina me permite seguir brindándole a ellos todo lo que necesitan, y ya tengo mi otra casa amoblada y todo. Mi cajón es una mina de oro”, dice Darwin.

Sin embargo, no todo es color rosa. “Yo no les enseñaría a mis hijos el oficio, trabajo para que ellos tengan otras oportunidades en la vida, pero no es porque me deshonre, sino porque es un trabajo duro, aquí no hay oficinas, tienes que estar todo el día en la calle caminando bajo el sol o lo que venga, y la máquina pesa, y hay lugares que son empinados; ya a mí la columna me está pasando factura. Y no todo el mundo sirve para este oficio, no todo el mundo lo ve bien, por lo menos mi hermano vivía criticándome por ser amolador, y él ahora también se dedica a esto”, confiesa Luis.

Las creencias de las urbanizaciones y los barrios
Mientras las chicas que se encontraban afilando cuchillos y tijeras a las puertas del edificio les pedían que tocaran la armónica tres veces más para simular que se cortaban el cabello con los dedos, y que así les creciera más rápido, Aguilar y Blanco confesaban algunos de los sustos que habían pasado durante su trayectoria.

“En Las Minas de Baruta y en Menca de Leoni, hay ciertas calles en las que no podemos pasar, porque en los barrios existe la creencia de que nosotros traemos la muerte, a diferencia de las urbanizaciones que creen que traemos la buena suerte”, asegura Aguilar.

“Un día iba con mi compadre y nos metimos por una calle donde habían unos malandros amanecidos y nos dijeron que si volvíamos a tocar el pito nos iban a matar. El susto fue grande, no sé cómo salimos de ahí. Pero en las urbanizaciones es diferente, a veces vamos pasando y la gente nos grita, “Amolador dame un número”, y uno pasa a los días y la gente nos da algo, porque se ganaron el numerito”, revela Blanco.

Un amolador sin armónica
Roberto Barraez, es uno de los amoladores de los restaurantes de Las Mercedes desde hace 10 años. “Vengo de Maracay, tengo 15 años trabajando en esto, me enseñó un amigo, que aprendió de un español. Recuerdo que mi primer día fue en Las Delicias, en Maracay; en aquel tiempo usaba un pito, el tradicional de nosotros, y lo primero que me tocó afilar fue un corta cutícula, que es lo más difícil, me asusté mucho, pero lo hice bien y agarré tanta confianza que de ahí empecé y no paré”, cuenta mientras afila los cuchillos de un pequeño puesto de comida.

A diferencia de otros amoladores, Roberto ya no utiliza la armónica, ya que al empezar a trabajar con clientes fijos, la dinámica del trabajo cambió. “El origen del pito tiene que ver con la forma en la que se les avisaba a los vecinos que habíamos llegado, que ya era hora de salir a afilar sus piezas. Ya no lo uso porque siempre tengo trabajo con los restaurantes y con gente que me llama para que vaya para sus casas. Cuando empecé si pasaba trabajo, pero ahora todo ha mejorado, por lo menos yo no pago comida porque a donde voy me dan comida, y eso ha sido una gran ventaja”, revela, antes de destacar que uno de los cambios que le tocó implementar fue el horario de trabajo hasta la 1 de la tarde.

No obstante, Barraez ve en su oficio una oportunidad de negocio y de crecimiento personal. “Ahorita estoy intentando armar una máquina más grande, y comprar unos seis cuchillos para rendir mejor el tiempo, porque a la hora del almuerzo en casi todos los locales usan todos los cuchillos y es más complicado para mi trabajar, pero estoy buscando la forma de no molestarlos a ellos y poder hacer yo bien mi trabajo. Y estoy tramitando para comprarme una moto y poder moverme más rápido que caminando. Mi meta es montar mi propio local para afilar cuchillos, y sacar mis tarjetas para llegar a la mayor cantidad de clientes posibles”, concluye.

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DATO CURIOSO
La tradición de amolar como oficio fue importada a Venezuela por un grupo de gallegos. En la actualidad, todavía existen dos o tres trabajando en Caracas a bordo de sus motos Vespa.

Los gallegos afilaban con sus bicicletas, las cuales utilizaban para movilizarse más rápido por la ciudad, pero se vieron en la necesidad de pasar al modo manual, porque la alta revolución de la máquina, se gastaban más rápido los cuchillos y la gente se quejaba.

Aunque no se sabe bien cómo llegó la tradición a San Mateo, un pueblo aragüeño al borde de la Autopista Regional del Centro, un importante porcentaje de la población del lugar se dedica al oficio, que es transmitido de unos a otros sin importar si son familia, amigos o conocidos. Entre los conocimientos se transmiten desde cómo hacerlo, hasta cómo escoger las zonas que van a cubrir con trabajo.

Aunque las cajas de amolar son piezas artesanales, existió una fábrica en Venezuela, dedicada a su confección y a la distribución de piedras especiales para amolar acero. La fábrica está por desaparecer.

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Egresada como Licenciada en Comunicación Social mención Periodismo de la Universidad Católica Andrés Bello (2010). Especializada en Periodismo Deportivo por la Universidad Simón Bolívar y en Dirección de Medios y empresas de Comunicación por la ESAE Business School de España. Inició su carrera laboral como pasante en el departamento de medios y comunicaciones corporativas de Editorial Alfa en 2007 y posteriormente como productora asociada en un programa radial en Radio Caracas Radio 750 AM, junto a los periodistas Javier Conde y Sebastián de la Nuez. Forma parte del equipo de periodistas de planta del CORREIO da Venezuela desde diciembre de 2009. Además se ha desempeñado como correctora y editora de textos de la Revista Ripeando, y asesor de comunicaciones.

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