Anoche tuve un sueño. Que Venezuela era libre de ataduras, rencores y resentimientos. Que había paz en todas partes. Que había amor incondicional y desinteresado en todos sus habitantes. Que al fin podíamos entender que todos somos diferentes y que cada quien se maneja conforme a sus creencias y que a pesar de que estas son muy poderosas, la tolerancia reinaba en todo el país. Que los radicales habían sido confinados en unas fincas a lo largo y ancho del país y debían trabajar y producir alimentos para toda la nación. Ese era su castigo por haber llevado al país a la confrontación y al odio. Que al fin empezábamos a evolucionar. Que comprendimos que una vez que la felicidad nos llega hay que agarrarla con las dos manos y que muchas veces si la dejamos ir, lo más seguro es que no la volvamos a ver porque ya otro habrá comprendido esto y sí lo comprendió está dispuesto a agarrarla con esas dos manos. Y también comprendió que el futuro es un libro abierto por leer. Y que el pasado es un libro que ya leímos y que obligatoriamente debimos haber aprendido de él. Que cada persona que se cruza en nuestro camino debemos verlo como un maestro de escuela de quien debemos aprender porque está demostrado que no hay casualidades sino causalidades, que todo lo que hemos padecido era necesario que ocurriera porque de no ser así, no pudiéramos valorar lo que ahora está por venir. Que aquí estamos de paso, por ende no viviremos para siempre y que andar en la búsqueda de la perfección es una tontería porque eso no existe y que si nos enfrascamos en encontrarla, lo más probable es que arruinemos lo que tenemos. Que cuando encontramos a alguien con quien nos compenetramos, y nos conectamos emocional y espiritual, es un regalo que nos envía el universo y así hay que verlo. Que la vida nos pasa las facturas cuando somos radicales e intolerantes. Aun cuando nunca lleguemos a comprenderlo. Y que no hay atajos.