Julio Materano
El teléfono da el primer tono y Ana Cristina Silva no lo deja repicar. Una llamada convenida interrumpe su descansillo de llegada en el que fácilmente podría ser su único reducto de calma al final de cada guardia, un modesto arriendo en Gran Canarias.
Los guantes y tapabocas que, junto a las batas quirúrgicas, conjuran un escenario de calamidad, quedaron desechos en el basurero pero no la urgencia con la que suele escuchar a quienes la llaman asustadizos con un diagnóstico alucinado, pero probable, de coronavirus.
Desde aquel lugar, distante de octogenarios desvelados, con gripes siniestras y de pulmones jadeantes, todo parece devenir en catarsis para esta doctora.
—¿Aló?—contesta.
—Hola, Ana. Has debido tener un día ajetreado, ¿cómo estás?
—En cualquier momento podría llamarme la Consejería de Salud para pedirme que forme parte del equipo de colaboradores que está en la primera línea de lucha contra la pandemia.
—¿Y tienes miedo?
—Cuando haces el Juramento Hipocrático pactas con la humanidad, juras prestar servicio en la circunstancia que fuere y este es un virus muy agresivo.
Con 1,3 millones de infectados por Covid-19 en todo el mundo, nunca antes—en la historia moderna de humanidad— la medicina, que es la ciencia que transa con la muerte y la enfermedad, había sido objeto de sus propios dramas. Ni los médicos se salvan del peligro.
Los casi 70 mil decesos a escala global parecen poner fecha de caducidad a la salud. Hoy las familias se estremecen por el terror al contagio. Y los médicos y enfermeras, que en realidad son el único ejército facultado para combatir la enfermedad, no disponen de material de bioseguridad para protegerse y honrar su deber de salvar vidas.
Ana Cristina Silva, una médico venezolana de ascendencia portuguesa, es prueba y testigo del recrudecimiento de la enfermedad. No solo ha visto cómo el virus se enquista, cual absceso envilecido en las entrañas de la cotidianidad española, también le ha tocado reencontrarse con su carrera en medio de este delirio colectivo que tiene nombre de enfermedad: COVID-19.
Con una España rota de telón, sometida a la ferocidad de un virus que arrastra a los enfermos graves a las unidades de cuidados intensivos, esta joven de 32 años ha tenido que calzarse el estetoscopio en la que hasta ahora es la segunda nación con más casos.
Más de 13 mil muertos y 135 mil enfermos corroboran la escena espeluznante que sacude la península ibérica, según la Organización Mundial de la Salud.
España, que ha admitido su ridícula solvencia frente a la demanda de recurso humano, no ha tardado en echar mano al capital médico formado en Venezuela, y que se ha exiliado en el país ibérico por fuerza de una crisis humanitaria hecha en casa.
Para Ana Cristina Silva, quien aprendió a salvar vidas en los hospitales ruinosos de Venezuela—donde las salas de triajes son pacientes que agonizan— combatir la pandemia es tal vez el mayor logro profesional, un alcance sobre el que gravitan desafíos de vida o muerte.
Además de una carrera incipiente, esta exiliada venezolana, oriunda de Maracay, carga con la experiencia de ser emigrante por partida doble. Primero lo fue en Madeira a donde arribó en 2015 con su título de médico de la Universidad de Carabobo, pero tuvo que colgar su bata para empacar frutas y ganarse la vida en un automercado.
Fue como entonces le devino el plan, frustrado, de ser médico en Europa. Por una milésima no logró obtener la calificación requerida para su reválida en la Universidad de Porto. Pero en abril del siguiente año, 2016, obtuvo la homologación a través del Ministerio de Sanidad Español. Pero no fue sino hasta hace ocho meses cuando llegó a las Islas Canarias en busca de su sueño, una decisión que coincidió con la pandemia.
En la tierra de sus padres donde, se suponía, tendría el camino despejado para ejercer, debió hacer de todo, menos de médico. Trabajó en una heladería; cuidó ancianos desahuciados a domicilio; dio de comer a enfermos y conoció la fragancia del tabaco en una mercería familiar en Madeira.
Portugal, de cuya nación también es ciudadana, ha sido lo más distante que ha estado de su carrera. Al poco tiempo de llegar a ese país, su anhelo de ser médico mutó en la tozudez de enfrentarse a un monstruo jurídico difícil de cambiar.
«Las veces que entré a un hospital en la isla fue para acompañar a mi tía materna, la morocha de mi madre, cuando recibió un diagnóstico de cáncer de mama», recuerda.
Atrás quedaron los oficios ajenos, impuestos por la urgencia de trabajo, de los que apenas conserva vestigios de rutinas guardadas en su memoria. Como cuando trabajaba empacando frutas en la cadena Pingo Doce y solía tomar una sandía, hincarse de puntilla y hundir un cuchillo carnicero hasta el fondo.
El estallido seco de la hoja de metal contra la tabla era la señal de alto. Después del leñazo, los pedazos caían, danzarines, sobre el caldo rojo. Cristina rectificaba el peso de cada porción. Lo hacía con ayuda de una balanza digital. Y de a ratos se extraviaba en su anhelo de médico. Entonces le ganaba la imaginación, suspendía la patilla a contraluz, la envolvía y, de momento, aquello dejaba de ser un trozo de fruta para convertirse en un neonato. Quizás se imaginaba en un quirófano.
Era la Cristina empacadora, la encargada de las frutas que coqueteaba, frente a los clientes que iban y venían con dirección a las neveras repletas de mercancía, su verdadera profesión.
Ni por el hecho de tener pasaporte, padres y abuelos portugueses Ana Cristina pudo anclar su ejercicio en la tierra de Camões. Es quizás el costo que asumen quienes abandonan sin rumbo los hospitales desechos de Venezuela.
Hoy sabe que España es una ruta clave en su carrera. Actualmente Ana Cristina trabaja en un ancianato donde permanecen recluidos 164 adultos con toses insomnes.
El Queen Victoria, como se llama la casa de reposo ubicada en la comunidad de Alta Vista en Las Palmas, tiene servicio médico permanente y funciona con la disciplina de un hospital. Pero la institución no escapa de la letalidad del coronavirus cuya tasa global de mortalidad se ubica en 2,8%.
Es como si aquella expresión de consuelo tras La muerte de Iván Ilich en la novela de Tolstói—«Él ha muerto, pero yo estoy vivo»— habría sido despojado de la frivolidad universal frente a la agonía humana. La enfermedad nos alcanza a todos.
Y ciudad de Las Palmas es ahora un océano de hostilidad, de consultas canceladas, cirugías que no pudieron practicarse y de paranoia colectiva. «Sigo viendo pacientes a domicilio. Los sospechosos para Covid-19 son derivados al hospital».
Actualmente al menos una docena de ancianos de la casa de resposo permanecen aislados por sospecha de COVID-19. Allí los enfermos parecen condenados a un encierro dentro de otro encierro. El día transcurre entre estallidos de cubiertos contra la loza atestada de comida y el vaivén de viejos cansados, algunos de rutinas extraviadas. Para quienes solían recibir visitas el confinamiento se tiñe de tristeza. Y los enfermos ya no van a la mesa.
Con más de 80.925 casos activos en España y medio millar en Canarias, lo único que Ana Cristina tiene claro es que los recursos del Gobierno español son minúsculos frente a la magnitud de la crisis. «Nunca habrá suficiente personal ni insumos ni equipamiento para atender una situación como la que atraviesa el mundo en este momento».
Asegura que la estrategia con la que asume la emergencia sanitaria la traslada a aquellos días en lo que, ahora sabe, practicaba medicina de guerra y hacía mucho con casi nada.
«En Venezuela debía poner dinero de mi bolsillo para armar un kit de reanimación con drogas de cabecera, antihipertensivos, analgésicos y adrenalina. Me había propuesto no dejar morir a ningún paciente por falta de medicamentos».
A todo ese cuadro se le suma la inseguridad. «En una ocasión me bajaron de mi carro en la urbanización El Limón, en Maracay, cuando estaba en camino a la casa de una amiga. Eran las cuatro de la tarde, plena luz del día, cuando un hombre se bajó de una moto, me apuntó con un arma y me obligó a entregarle el carro. Recuerdo que tenía la cartera y el teléfono encima así que pude avisar a mi familia. Lo peor ocurrió después, cuando aquel hecho dejó secuelas en mi vida. Estaba muy nerviosa y temía enfrentarme a la realidad». Ocho meses después de aquel suceso, pudo recuperar su coche, sobre cuatro bloques, pero jamás su calma.
El ejercicio de su carrera en Venezuela devino en una amenaza continuada. Un nuevo incidente puso su vocación a prueba cuando un familiar de un paciente herido de proyectil la amenazó de muerte, con un arma. «Me dijo, apuntándome en la cabeza, que si no lo salvaba me mataba. Fueron horas de angustia».
Fue tal vez el momento más terrible de su vida. Como si la emergencia no fuese lo suficientemente desgraciada y los quirófanos enteramente helados, Cristina tuvo que negociar con la muerte. Lo hizo en primera persona, con el peso de un arma en su cabeza y pese al desmayo de sus piernas.
En Maracay, trabajó en varias clínicas privadas después de cumplir con su servicio rural en un ambulatorio de Palo Negro. En 2013 aplicó para cursar un posgrado en Medicina Interna en el hospital del Seguro Social de su entidad y otro en el Hospital Militar de Maracay, pero pudo más su deber como médico, que la neutralidad y la tibieza de un sistema de salud imposibilitado.
«No había nada en el ambulatorio para responder a las emergencias. En más de una ocasión me vi forzada a trasladar a los pacientes en mi carro hasta otro centro de salud. No estaba dispuesta a quedarme de brazos cruzados».
Hoy su caso no es una isla en España. De acuerdo con cifras oficiales, cerca de 5.000 médicos con ciudadanía venezolana residen en esa nación, de los cuales 2.000 reúnen los requisitos para ejercer. Solo el primer trimestre de 2020 230 facultativos criollos lograron abrirse campo en el sistema de salud español.
En 2018 la Federación Médica Venezolana, cifró en 26.160 los especialistas que se han marchado del país. Entre las especialidades huérfanas en los hospitales destacan Pediatría, Medicina General, Anestesiología y Medicina Interna.
A juzgar por su afán, no es difícil intuir que a Ana Cristina le habría gustado sumar esfuerzo contra la pandemia en Portugal. Pero su historia es otra. Es, quizás, la de una doctora que, desde muy pequeña, tuvo clara su vocación pero que, por fuerza de una crisis política y humanitaria que mantiene en cierre técnico a los hospitales, tuvo que emprender la huida del que fue su país de origen y su casa académica para ser—en la otra orilla del Atlántico, Madeira— lo que tampoco pudo ser allá.
En Portugal, la diáspora médica sufre el rigor de la espera y las secuelas de la burocracia con la misma severidad de los pacientes que aguardan por un medicamento en Venezuela. Algunos, incluso, entrados en edad, trabajan en cafés, hacen de meseros, taxistas y vendedores para ganarse la vida. Otros se dedican a la agricultura. Quienes esperan completar su reválida en Portugal, aseguran que la nación demanda un proceso largo y costoso. En la actualidad, según cifras manejadas por semanario Correio de Venezuela, más de 88 odontólogos y 100 médicos lusovenezolanos permanecen en Portugal con la esperanza de ejercer.
Ni en los casos más encomiables son suficientes 16 años de estudios y más de 30 de experiencia para corroborar las destrezas en el oficio. Además de un examen que compruebe el dominio de la lengua portuguesa, los extranjeros en Portugal deben presentar una prueba escrita, otra evaluación oral más una tesis que deben preparar para asegurarse un puesto como médico general.
Esa medico lusovenezolana esta ejerciendo en España porque en Portugal NO LA DEJAN EJERCER…. Y USTEDES NO HACEN NADA… ESE REPORTAJE ES UNA VERGUENZA